lunes, 1 de noviembre de 2010

El pibe que se cayó en un pozo.

Hacia arriba veo un cielo muy celeste y rápidas nubes algodonadas, y a los pastos que bordean al agujero, a esa boca que me engulló sin saboramientos.
¿Si me caí? Si, creo que eso fue lo que me pasó, me caí, lo que no sé, hace cuanto tiempo estoy acá, no logro escuchar a nadie, si presto atención me puedo llegar a dar cuenta de un viento que aúlla a lo lejos, como los de aquellas películas donde muestran a un pueblo desolado, fantasmal, de esos pueblos que por más deshabitados que estén a medianoche siempre cencerrean unas campanas. Pero a mi no me preocupa, en cualquier momento llegaran todos, si, todos, me refiero a los de la televisión y demás medios de difusión, todavía es temprano. Parece que recién me he caído. Allá arriba se ve un día espectacular, deben ser alrededor de las doce del mediodía. Desde que abrí los ojos no dejé de mirar hacia arriba, y no me di cuenta, no presté atención de lo extraño que es este lugar, en verdad, es cómodo, estoy acurrucado y algo cansado de esta posición, como si hubiera pasado la noche en este lecho. Tengo ganas de levantarme y caminar, de volver sobre las huellas que hice de ida. Debo tener a las carnes amoretonadas, aunque tuve suerte en que no me doliera semejante caída, estoy como a unos siete u ochos metros de profundidad, y las paredes son rocosas y difíciles de trepar. Este siniestro agujero es como un maldito embudo, en el que no puedo cambiar de posición, estoy como en un mundo prenatal, por lo menos, hasta ahora no tengo frío, no tengo calor, no tengo hambre, no tengo ganas de orinar ni de cagar, todo está muy tranquilo, y arriba el celeste del cielo es perfecto, plano, como cuando en una pintura no hay rastros de la pincelada, como si jamás haya existido aquel trazo, es raro, lo que más me llama la atención, son las increíblemente bellas nubes, viajan tan parejas, aparece una y luego otra, una atrás de la otra, son todas tan iguales, como si el tiempo no avanzara, como si existiera otro tiempo, uno antiterrenal. Estoy tan seguro de lo que veo, por la tenue luz mortecina que me rodea las manos. Me restrego los ojos, quiero ver que pasa allá arriba. Me sorprende el no haberme fracturado ningún hueso. Pude sentarme y veo a mis rodillas, a mis pies descalzos, estoy limpio, tan limpio como un bebé perfumado. Debajo mío, observo el suelo cubierto por una cosa mohosa, como a una alfombra lo siento, lo siente mi piel, la tersura de mi piel desnuda. Porque estoy desnudo en esta interesante catacumba, nunca antes había estado en un lugar así. No dejo de mirar tenazmente hacia mi ventana, a mi nueva ventana, estoy esperando a mis quince minutos, me estoy aburriendo de esta penitente espera, bueno, como toda espera, se vuelve desesperante, lo que se espera, ah, sí, el rescate, mi salvación... Pero que tontería, no me di cuenta de gritar, avisar a gritos de mi existencia, alguien tiene que pasar cerca de este agujero de la muerte, alguien que se píe de mí. ¿Cuánto tiempo más voy a estar en esta fosa? Y arriba sigue todo igual, todo tan igual como aquella luz vivificante, que me hace dar cuenta de que no necesito ninguna otra cosa. Es tan raro estar aquí abajo, es todo tan raro en este lugar, estoy perdido en los días, me doy cuenta de mi bestialización, escucho a la animalidad de mi lengua, no sé como expresar lo que pienso. Mis pies están limpios, y de golpe tengo claridad en las palmas de mis manos, y estas paredes son la cosa más suave que rocé. Lo único que sé, es que tuve que abrir los ojos para darme cuenta de donde estoy, de quien soy, o mejor dicho de que existo. Son nubes todo lo que pasa por mi ventana, y son hermosas amigas, a las que quiero mucho, no, mejor dicho, son como hermanas a las que conozco desde hace mucho tiempo.
Aquí la verdad es que me siento abrigado, nidificado, no sé porque alguien se tiene que enterar de mí.

No hay comentarios:

Publicar un comentario