sábado, 14 de agosto de 2010

Un dardo.


Como a un tren de pasajeros veo al de carga, y lo saludo.
Me gusta sentir las despedidas y el roce de las puntas de los dedos que jamás volverán a tocarse. Es tan sabido lo deleznable y poco duradero que es todo, que chispas de exultación saltan por todo mi pecho, y por la planta de mis pies. Gozo cada vez que doy una media vuelta, y comienza a ser mi espalda la que se encarga de decir hola por siempre.
No es que tenga al espíritu falto de gracia, o tan insípido, como para no reconocer la diferencia entre una catedral, y un bajo nivel para que cruce el tren.
Yo no tengo espíritu, es por eso que me sorprende la manera en como soy ahora, nunca imaginé que la gente pudiera recibir tantas dichas por noche y yo solo mirar, no, no confieso nada, es solo la realidad, el poder... el poder de desilusionar. Llegué demasiado lejos, jamás tendría que haber salido de casa.
Con la sangre borracha aborrezco, odio y río, atravesando inviernos, de noche, en tu casa, por bares, o en cualquier estación ferroviaria; haré crecer mi panza hasta que regocijantes rollos cubran a mi ombligo y enjabonarme, y gritar con los brazos extendidos. Y buscar lo puro con dardos en la mirada serca mi pertrecho.

Total, ya me acostumbré a estar cercado, vedado por la ley de esta vida, por no ser perro.

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